Zaragozano de origen y madrileño de adopción

Corría la segunda semana de mayo de 1874 cuando Gregorio Cermeño Barceló nacía junto a la ribera del Ebro, exactamente el día 9 del mismo mes y año. Sus padres, Mariano y Matilde, saltaron de gozo al ver al bebé. Dejaron pasar dos días, y el 11 lo llevaron a bautizar a la parroquia de San Pablo de la capital aragonesa, ofreciéndoselo a la Virgen del Pilar. En la misma parroquia sería confirmado a la edad de siete años. Poco tiempo disfrutó Gregorio de los cuidados y cariños de sus padres, pues al cumplir los cinco años quedaba huérfano de padre y madre.

Históricamente, España vivía su Primera República (1873-1874) y estaba a punto de ser proclamada la Restauración monárquica (29 diciembre de 1874). Con la entrada en Madrid del nuevo Monarca Alfonso XII (14 de enero 1875), España recuperaba la monarquía. Nuevos horizontes de bonanza se abrían a la sociedad española y también a la Iglesia perseguida en décadas anteriores.

Al quedar huérfano de padre y madre, Gregorio es trasladado a Madrid hacia 1882 e ingresado en el Asilo de Jesús para niños pobres, dirigido por las Hijas de la Caridad desde 1876. El Asilo estaba ubicado en la C/. Alburquerque, 12, dentro del barrio de Chamberí, no lejos de la C/. García de Paredes, desde donde los PP. Paúles atendían espiritualmente a la comunidad de Hermanas y a los niños. En este internado residió Gregorio durante cinco años, hasta 1887. Según los Estatutos del Colegio, los niños podían permanecer en régimen de internado hasta los catorce años, tiempo prudencial para encontrar trabajo proporcionado a su edad y abrirse camino a lo largo de la vida, en aquel entonces

Dotado de un natural noble, dócil y piadoso, y aconsejado por las Hijas de la Caridad se domicilió en la Parroquia de San Andrés, en la que servía de acólito y se le abrían las puertas a nuevas oportunidades de avanzar por las vías de las Artes y Oficios, trabajo que combinó, durante tres años, 1887-1890, con el estudio del latín y humanidades. Con el bagaje cultural adquirido, las Hijas de la Caridad, con las que Gregorio seguía manteniendo relación, lo vieron preparado para enviarlo al Colegio Apostólico de Teruel, donde invirtió dos años más, 1890-1892, en la profundización de la lengua del Lacio y demás asignaturas que componían el currículum de humanidades: Gramática española, Aritmética, Historia Universal y de España, Geografía, Ciencias Naturales, Dibujo y Solfeo.

Ingreso en el Seminario Interno de los PP. Paúles

Superada la primera etapa de su vida, con 18 años cumplidos, derrochando ilusión, ingresa en el Seminario de los PP. Paúles, el 27 de abril de 1892. El joven Gregorio ya conocía la casa y el lugar, pues las Hijas de la Caridad del Asilo de Jesús traían de paseo, los jueves por la tarde, a toda la tropa infantil por las calles del barrio de Chamberí. No le era pues desconocida la casa, pero sí, lógicamente, el régimen y estilo de vida que llevaban los seminaristas, cuya convivencia, desde su ingreso en el Seminario, le ayudaría a discernir la propia vocación misionera. Poco a poco y sin dejar pasar el tiempo en vano, fue creciendo en el espíritu apostólico y en el amor a las obras realizadas por los misioneros de la Congregación de la Misión. Mucho le ayudó a descubrir la llamada de Dios la orientación recibida de su director P. Ramón Arana Echevarría, hombre de Dios y de gran experiencia sacerdotal-misionera, que le ayudó a superar la timidez y el complejo de inferioridad que le caracterizaba, siendo niño y jovencito. Algunos condiscípulos suyos hacen notar que se encontraba solo y a veces extraño al trato y conversación con los demás compañeros.

Según confesión propia -extensiva a muchos seminaristas entregados y fervorosos-, la lectura concienzuda de los escritos del fundador Vicente de Paúl y el conocimiento de las tareas apostólicas más características de la Congregación en España y en el mundo: misiones populares y ad gentes, dirección de seminarios propios y diocesanos y asociaciones marianas y socio-caritativas, le entusiasmaban, conduciéndole a una convicción más firme cada día de que el Espíritu de Dios le llamaba a esta Congregación, llamada por su fundador «Obra de Dios»: Opus Dei.

Así se lo hizo ver a su director y superior, quienes al día siguiente de cumplirse los dos años de prueba, le concedieron pronunciar los votos de castidad, pobreza, obediencia y de estabilidad para evangelizar a los pobres en dicha Congregación, el 28 de abril de 1894, en Madrid. El Visitador P. Eladio Arnaiz fue testigo de la emisión de votos de Gregorio. Inmediatamente comenzó a estudiar los cursos de filosofía y teología en la misma casa de Madrid, donde residían, por lo regular, los misioneros mejor preparados de la Provincia de la C.M. española para impartir las materias eclesiásticas. Era voz común que el estudiante Gregorio Cermeño disfrutaba de entendimiento más que mediano para el estudio de las ciencias eclesiásticas; sentía predilección por la enseñanza y educación de los niños más que por la predicación misionera, a la que se apuntaban la mayoría de los candidatos al sacerdocio en la Congregación.

Llegado el día de la ordenación sacerdotal, el 8 de septiembre de 1899, en Madrid, su alegría quedó colmada. No consta, sin embargo, que la noticia de la ordenación presbiteral llegaran a saberla sus familiares más allegados, en caso de que le quedara alguno en Madrid o en Valencia, de donde procedían, respectivamente, sus difuntos padre y madre. En cambio, le faltó tiempo para hacer copartícipes de su alegría a las Hijas de la Caridad del antiguo Asilo de Jesús de la C/. Alburquerque, de las que guardaba un grato y agradecido recuerdo, que nunca olvidaría ni dejaría que se borrara. La traducción que él hizo de aquel recuerdo lo hizo patente orando y suplicando en público y en privado por la Compañía de las Hijas de la Caridad y por su entrega al servicio de los pobres y abandonados de la sociedad.

Recién ordenado presbítero, de Madrid se dirigió a Valdemoro, donde fue provisionalmente destinado por unos meses mientras le agilizaban los trámites para entrar en Brasil. En Valdemoro hacía de capellán, bien de la Casa de San Diego o del Asilo de San Nicolás, que no hacía muchos años habían sido abiertos para Hermanas mayores y jóvenes enfermas de cólera, tuberculosis, tifus y gripes. Eran tiempos duros para la España empobrecida por las guerras de las colonias, de finales del siglo XIX.

“Física y moralmente llevo padeciendo mucho”

Consideradas las cualidades del neo-presbítero, el Visitador P. Eladio Arnaiz con su Consejo no dudaron en enviarle al Seminario de  Porto-Alegre (Brasil), a falta de hombres más jóvenes y con inclinación a la enseñanza en los seminarios, para hacer frente a las necesidades disciplinares, culturales y espirituales que envolvían el Seminario brasileño. La fundación del Seminario de Porto-Alegre, aceptada por el Visitador P. Arnaiz con las mismas condiciones que lo habían regido los PP. Jesuitas, atravesaba entonces por circunstancias difíciles. De hecho, en el Seminario de Porto-Alegre permanecerían los misioneros españoles sólo tres años, 1900-1902, al cabo de los cuales levantarán la fundación por las mismas razones que movieron a los PP. Jesuitas a dejarla.

El P. Cermeño se mantuvo «vigilante» y perseverante sobre la marcha del Seminario de Porto-Alegre, durante los dos cursos últimos, en los que pudo explicar Historia Bíblica, Religión y Canto llano. A la docencia añadía el buen trato y compañía con los seminaristas, a los que exhortaba, a tiempo y a destiempo, a cultivar la piedad y el estudio. Al parecer, resultaron insuficientes sus intervenciones para impedir la salida definitiva de los misioneros, dado el incumplimiento por parte de la Jerarquía diocesana de las bases estipuladas con los misioneros. De ahí que éstos decidieran, por orden de los Superiores Mayores, de Madrid, volver todos a su patria, cumplida la misión que con espíritu de obediencia habían aceptado y desempeñado.

La vuelta a España de los misioneros, en 1902, coincidió con dos acontecimientos importantes: en política nacional, Alfonso XIII asumía el reinado de España; congregacionalmente, la Provincia española se dividía en dos: Provincia de Barcelona y Provincia de Madrid, siendo Superior General el P. Antonio Fiat (1878-1914), que desde París seguía el apogeo de las Provincias españolas. La Provincia de Madrid disfrutaba de más personal que la de Barcelona, por lo que también hubo de comprometerse con la atención de más provincias de Ultramar.

De vuelta en Madrid, el P. Cermeño no pudo evitar que le saliera espontáneo este comentario ante el Visitador: “Vengo cano, y no por los años”. Habían bastado dos cursos académicos para que sus cabellos se volvieran blancos como la nieve, a causa de los disgustos que hubo de soportar, sin que sepamos a ciencia cierta las causas que provocaron tantas penas y contratiempos. Poco antes de su regreso a Madrid, había escrito al Visitador P. Arnaiz, el 7 de mayo de 1902: “Física y moralmente llevo padeciendo mucho”. Los superiores dieron crédito a su palabra y le recomendaron reposo y recuperación de la salud antes de reintegrarse en el trabajo de la nueva Provincia canónica de Madrid. ¿Se reprodujo en él aquella timidez e infravaloración de sus cualidades humanas que le preocupaban, siendo seminarista y estudiante?

Destinado preferentemente a casas de formación

Ante las perspectivas que se abrían en la nueva Provincia de Madrid, la tarea era inmensa y los obreros pocos. ¿Cómo llegar a todo el extenso territorio que dependía de la nueva Provincia de Madrid,  además de la atención debida a las casas de España: Provincias de Filipinas, México, las Antillas….? La  disponibilidad del P. Cermeño, para ir y venir donde fuera necesario, era admirable, pero sus circunstancias personales aconsejaron no sacarle de Madrid. Después de un paréntesis corto de reposo en la casa provincial, fue destinado al Santuario de Nuestra Señora de los Milagros, en el Monte Medo (Orense).

Aquí se siente feliz, dedicado durante cuatro años a la enseñanza en el Colegio Apostólico de la C.M. y en el Seminario Diocesano. Además de explicar las asignaturas que le señalaron, le absorbían las horas del día la dirección espiritual de los apostólicos y el confesionario ininterrumpido en el Santuario, ministerio que le ayudaba a sentirse útil en la comunidad. Pero una tentación -crisis vocacional- sorda y tenaz le amordazaba el alma desde hacía tiempo y no tuvo otra solución que manifestarla a los Superiores mayores. La crisis vocacional no se debía a una duda sobre si dejar el sacerdocio o no, sino sobre si permanecer en la Congregación o pasarse al clero diocesano. Lo que es normal en la mayoría de los casos, en el P. Cermeño llegó a ser preocupante, dado su estado de salud psíquica, fruto de la idea obsesiva que le perseguía y ponía al borde del hundimiento total.

Los Superiores de Madrid decidieron, entonces,  destinarle de nuevo, en 1906, a la casa de Valdemoro que ya conocía, para que se recuperara, en contacto con el campo. Un año escaso le retuvo como capellán de las dos casas conocidas de Hermanas: la de San Diego y la de San Nicolás. Mientras tanto, redoblaba la vigilancia sobre sí mismo, haciendo honor a su nombre de Gregorio, y acudiendo a la oración en la que pedía luces y fuerza de lo alto que le ayudaran a resolver sus dudas y fortalecer su vocación misionera. Él, que solía ser expedito en la solución de casos de conciencia ajenos, era incapaz de solucionar su propio caso.

Los Superiores trataron de ayudarle de todos los modos posibles, viendo el caos en que yacía. De ahí que el Visitador convocara Consejo, «proponiendo la readmisión del Sr. Cermeño, que, arrepentido, la solicitaba en la Congregación, pues había siempre guardado en ella conducta buena». Dicho con más claridad: el P. Cermeño no había abandonado nunca la comunidad físicamente, salvo una corta ausencia de la congregación, pero sí afectivamente. La propuesta del Visitador fue votada con mayoría positiva. Su situación personal se arregló llevándole de nuevo, en 1907, al Colegio Apostólico del Santuario de La Virgen de los Milagros, donde permaneció dieciséis años, hasta 1923 en que cicatrizó definitivamente la duda vocacional. Por  contra, tal año, políticamente, el General Primo de Rivera asumía el mando de la nación en régimen dictatorial, dada la situación crítica y de inseguridad que atravesaba España.

Hacia 1922 se le reprodujo de nuevo el estado de intranquilidad, por lo que los Superiores extremaron las medidas de seguridad, dándole destinos de corta duración: en el Colegio Apostólico de Teruel un año escaso (1923); en el Colegio Apostólico de Guadalajara y Colegio Apostólico del Santuario del Medo otro año (1924). Lo cierto es que era estimado por la gente, pero él se encontraba incómodo en los nuevos destinos; los superiores ya no sabían acertar a la hora de colocarle en el lugar más conveniente. Como su estancia brevísima en Guadalajara había sabido a poco, le reclamaron los guadalajareños, y allí tuvo que volver en 1929 con la mejor disposición de prolongar su ministerio, sobre todo con su dedicación al confesionario, en el que permanecía horas enteras, sin más recompensa que ver a los fieles gozando de paz interior.

Apreciado por el claustro de profesores, así como por la población de la capital, con la que alternaba poco, su palabra llena de bondad satisfacía a los buenos católicos de Guadalajara, deseosos de avanzar por las sendas de la virtud bajo su dirección, a la que se sometían gustosos los fieles con ansias de perfección espiritual. Llamaba la atención el recogimiento con que avanzaba por las calles. Las niñas del colegio le llamaban «el santito». En Guadalajara, en medio del peligro persecutorio, encontró la paz y la fortaleza. Mucho le ayudaron en esta tarea de recuperación el ejemplo y los ánimos de su compañero P. Ireneo.

Guadalajara, término de su vida

Desde 1929 hasta el verano de 1936, los años se deslizaron con relativa paz, salvo durante la implantación de la II República, 1931. El tiempo de inseguridad y tragedia comenzó cuando los milicianos llegaron al Colegio Apostólico, donde se encontraba el P Gregorio Cermeño con sus compañeros: PP. Ireneo Rodríguez, Vicente Vilumbrales y el Hno. Narciso Pascual. Sin que mediara diálogo alguno entre éstos y los milicianos, la comunidad entera fue conducida a la cárcel para ser juzgada y, posteriormente, sacrificada por un grupo de sanguinarios, en odio a la fe.

En las declaraciones de los testigos le vemos muy unido al P. Ireneo Rodríguez. Al lado de éste, el P. Cermeño se sentía más seguro. No era nada raro, ya que llevaban más tiempo en Guadalajara que el P. Vilumbrales y el Hno. Pascual, a quienes la gente sólo conocía de haberlos visto, pero no tratado. Estando en la cárcel, a los misioneros paúles se les oía rezar el rosario en público, confesar a los presos y animarles al martirio. La muerte del P. Cermeño coincide con el relato martirial del P. Ireneo Rodríguez, que ya conocemos, lo que nos permite omitir su repetición, aunque no silenciar del todo la valentía de nuestro testigo en el momento decisivo de combatir bien el combate de la fe.

Tan silencioso y reservado como era, sólo él se atrevió a preguntar a los verdugos por qué se comportaban de modo tan inhumano con personas dedicadas al servicio de los necesitados. Nadie le contestó palabra, pero recibió en respuesta una fulgurante descarga de pólvora. Su condición sacerdotal fue el móvil que impulsó al miliciano a apretar el gatillo de su fusil y acabar con la vida del P. Cermeño. Según numerosos testigos, el P. Cermeño adquirió en Guadalajara fama de santidad.

Un detalle póstumo podemos añadir: el cuerpo fusilado del P. Cermeño fue fácilmente identificado más tarde por las Hijas de la Caridad, lo mismo que el cuerpo P. Ireneo. En cambio, los cadáveres del P. Vilumbrales y del Hno. Pascual con los de otros muchos clérigos y seglares, fueron arrojados a una hoguera encendida, fuego que los dejó transformados en ceniza blanca, arrojada a una fosa común.

Semejante hecho trae a la memoria el sacrificio de aquella muchedumbre de cristianos sacrificados en Útica, cerca de Cartago de África, que, por negarse a sacrificar a Júpiter, fueron arrojados a las llamas, quedando convertidos en ceniza, de donde el nombre con que se les conoce de «massa candida». San Agustín (354-430) y el poeta español Aurelio Clemente Prudencio (348-405) se encargaron de cantar el heroísmo de aquella multitud de cristianos muertos por su fe.