Este texto del venerable Jean-León Le Prevost (1803-1874); miembro de la sociedad de san Vicente de Paúl, ordenado, posteriormente, presbítero y fundador de los Religiosos de san Vicente de Paúl; puede servir en nuestra reflexión de la acción de la Pastoral Vocacional en nuestros días:

«A distancia y momentáneamente separado de vosotros, puedo juzgar mejor nuestra situación; la encuentro buena, providencial y tal como podríamos desear. Veo en ella los elementos de un buen futuro, si sabemos conformarnos con nuestros pequeños comienzos, retrasar y no pedir a nuestras obras, ni a nuestra constitución, ni a nosotros mismos, lo que sólo debe aportar el desarrollo sucesivo. Sin duda, dependería del Señor, que ha puesto en nosotros una semilla de vida, hacerla crecer y florecer de golpe; podría consolidar nuestras obras, aumentar nuestras fuerzas, empujarnos más notablemente hacia la perfección, pero no se complace en proceder así; tardó seis días desde el principio en modelar el mundo, y, desde entonces, sólo ha trabajado en él con una obra lenta y medida, que avanza, pero que no vemos caminar. Entremos en este movimiento, queridos amigos, sin prisa y sin pausa, siguiendo los pasos de Dios; con Él, seguramente avanzaremos y llegaremos a nuestro fin.

¿No sentís, como yo, una cierta fuerza en vuestros corazones, una especie de aspiración al futuro, un gran deseo, una gran esperanza? Pues bien, el signo y la fuerza de nuestra misión están ahí; Dios ha puesto en nosotros el deseo para que recemos, la esperanza para que actuemos; recemos con todo el aliento de nuestra alma, trabajemos con santa valentía, y caminemos con confianza, porque estamos en el camino; cada paso nos lleva a la meta. No hemos desesperado de nuestro tiempo, de nuestra patria, de nuestros hermanos, hemos pensado que, en este movimiento, todavía vago y débil, del pueblo hacia la fe, había algún impulso, alguna promesa fecunda, no nos vamos a engañar.

Es la caridad la que suscita todo a nuestro alrededor; es la caridad la que despierta a las almas, las empuja y las reúne; es la caridad la que nos lleva y nos envuelve en su acción; la caridad no falla y no se queda en el camino, una vez encendida, debe extenderse, brillar y llevar lejos su calor. Todo le sirve también de alimento. No tengamos, pues, miedo, queridos amigos, no nos fijemos demasiado en nuestra indignidad, que a menudo nos detiene y nos hace tímidos; la caridad, como la llama, consume y purifica; por ella seremos penetrados, vivificados, por ella seremos transfigurados.

¡Oh, cómo este pensamiento nos anima y consuela! Es la caridad la que nos impulsa y nos urge, nos mueve; una caridad muy ardiente, muy poderosa; en ella, la fuerza, la voluntad, el amor, el amor infinito, el amor a Dios.

¡Habremos de llegar, tal como descansamos y confiamos! ¡Qué importa lo débiles y pobres que somos!; amor de mi Dios, tú eres rico y fuerte para ambos; haz, Señor mío, que se cumpla tu santa voluntad; nuestra alma te abraza, ya que la has elegido; ya no tiembla, porque tu corazón está junto a su corazón. Permanezco en este pensamiento que me fortalece, me reanima y me mantiene, queridos amigos, tan estrechamente unido a vosotros.

Rezo todos los días por vosotros, por las pequeñas almas que cultiváis, por la santa obra que hemos emprendido juntos; y vosotros también rezad por mí; así, Dios nos escucha y nos ama».

26 de agosto de 1847. Carta 177. A sus hermanos de comunidad.