
Ayer por la mañana, tras la fiesta de San José, considerado como el patrono de la buena muerte, partía hacia el padre, nuestro hermano Javier, sacerdote de la Misión. Y fallecía en esta comunidad de Misioneros Paúles de Pamplona, donde llegó a la edad de 12 años, proveniente de su querida y siempre recordada Villa de Irañeta, en La Sakana navarra; allí había nacido, a los pies de San Miguel de Aralar, un 19 de
diciembre del año 1936.
La Palabra que hemos escuchado en este viernes de Cuaresma, hace referencia en su primera lectura
del Libro del Génesis, a la historia de José, vendido como esclavo por sus propios hermanos y años después rescatador de toda su familia. Ciertamente la fraternidad es una de esas realidades sublimes de las que
podemos disfrutar las personas; ¡cómo gozamos cuando los hermanos nos llevamos bien, confiamos unos
en los otros, nos ayudamos, nos consolamos… nos amamos…!, o por el contrario; ¡cuánto podemos llegar
a sufrir cuando esa fraternidad se daña o se rompe!… Javier siempre vivió como un gran valor que sostenía
su vocación misionera, el amor incondicional a su familia, comenzando por el insustituible ejemplo de fe y
entrega de sus padres Andrés y Julia, y manteniendo siempre la cercanía y la alegría de reencontrarse con
todos sus hermanos y sobrinos. Igualmente valoraba de manera extraordinaria la fraternidad comunitaria
que se empeñaba en llenarla siempre calidez y calidad, de compañerismo y amistad.
Tras los cinco años de Humanidades en Pamplona, Javier en el año 1954, solicitó su admisión en el
Seminario Interno de la Congregación de la Misión, y después de su paso por Limpias (Cantabria), siguió
formándose en Filosofía y Teología, en Madrid y Salamanca respectivamente. Y así llegó el 14 de abril de
1963, fecha en la que, con 26 años de edad, fue ordenado sacerdote en la ciudad del río Tormes.
Tras dos años de ministerio sacerdotal y de estudio del inglés en Londres, regresó ejerciendo como
profesor y formador en las Escuelas Apostólicas de Las Palmas y Teruel. Con el dominio adquirido de la
lengua británica, fue el candidato ideal para que, en el año 1972, sus superiores le enviaran hasta Nueva
York. Cruzó por primera vez el Atlántico y se encontró con tantos y variados hermanos que, como le decían después en Honduras; “le robaron el corazón”… Y es que los 17 años de ministerio del Padre Javier
entre los hispanos de Nueva York y Los Ángeles, sólo fueron la base para hacerse después hondureño con
casi 34 años de entrega incondicional y feliz, entre las comunidades de sus queridas parroquias de Puerto
Cortés y Cuyamel.
Personalmente, he tenido el gran regalo de vivir 17 años de mi vida sacerdotal con nuestro Javier; han
sido años de ilusiones y proyectos, de sueños y sufrimientos compartidos con nuestros hermanos hondureños. Años de confidencias y sabios consejos de un padre y amigo. En cierta ocasión, cuando tuvimos la
oportunidad de pasar juntos unos días en su siempre recordada parroquia de la Santa Agonía de Nueva
York, un nativo que compartía el asiento en el metro, nos preguntó: ¿son ustedes padre e hijo? A lo que
Javier respondió en un perfecto inglés: somos hermanos y compañeros misioneros.
También hoy, el evangelio proclamado, nos ha presentado la parábola de los “viñadores homicidas”,
los cuales no supieron ser agradecidos con el dueño de la viña. Todos los que hemos caminado, de una u
otra manera, junto al padre Javier, hemos de dar gracias a Dios por conocer a un hombre de fe profunda y
sabia, siempre cercano y optimista por naturaleza. Por muchos contratiempos que sobrevinieran en el ministerio o en la propia vida, él siempre era capaz de afrontarlos positivamente y de volver a arrancar con
toda la ilusión. Ciertamente procuraba reafirmar el lado bueno y amable de las personas y de las cosas, y
eso le proporcionaba alegría y serenidad que contagiaba a su alrededor.
A una vida así, como la de Javier, se le puede aplicar la palabra recogida en la Escritura de hoy: “Es
el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”.
Que como una “piedra angular”, él siga ayudándonos, desde lo más alto, a sostener a tantos y tantos
que cuentan con nosotros y nos esperan cada día y en cada rincón del mundo; en Londres o en Nueva York,
en Puerto Cortés o Cuyamel, o en el mismo pueblo de Irañeta…
María Milagrosa, que recibiste con tus manos abiertas en esta casa y en esta iglesia, a Javier niño,
acompáñalo ahora junto a tu Hijo, tras su fértil misión entre los más pobres.
Seguro que también San Vicente de Paúl, desde el cielo, se siente orgulloso de recibir a uno de sus
buenos sacerdotes de la Misión.
Eskerrik asko, Xabi. Zurekin beti aurrera! Goian bego, biotz biotzetik.
Mikel Sagastagoitia, C.M.









